Hubo un tiempo remoto en el que Nicolas Cage (California, 1964) era tan solo un actor, un cascarón de carne subyugado al método Stanislavski y extraviado entre los placeres de una superficial vida hollywoodiana repleta de sexo barato y drogas caras. Pero con los años, y tras tallar de manera minuciosa una carrera en apariencia errática, Nic trascendió su cuerpo humano hasta elevarse a un nivel de existencia superior, prohibido a los meros mortales. En la actualidad, Nicolas Cage ya no es un artista, es un concepto cuasi divino, un alma libre y un meme viviente que camina entre nosotros. Un ser omnisciente que acepta cualquier papel cinematográfico para costearse los gastos de habitar mansiones góticas en las Vegas, adquirir huesos de dinosaurios, localizar ejemplares del primer cómic de Superman, comprar viviendas en Glastonbury para rebuscar el Santo Grial por la zona, y alimentar a su lagarto dragón negro con la esperanza de que crezca hasta medir «unos dos metros».

A mediados de los noventa, Cage recogía un Óscar y protagonizaba los blockbusters más explosivos de la cartelera. En la última década, se pasea por nuestro planeta con camisetas con su propia jeta memetizada y una copa de vino en la mano, o vistiendo cosplays de Willy Wonka. Otrora era una celebridad inalcanzable y altiva, pero hoy existe gente que explica cómo Cage entró en su tienda de videojuegos solicitando «el juego de Bomberman con la banda sonora chula» y acabó saliendo del establecimiento con dos cartuchos de Nintendo 64, una PlayStation japonesa y todos los juegos de Godzilla que había en las estanterías. Entre la audiencia, la veneración al intérprete es constante, y la fabulosa ilustradora Vero Navarro llegó a convertirlo en objeto de homenaje. Nicolas Cage no es alguien que haga películas de culto, Nicolas Cage es culto.

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