Están los países fijados, sus interiores con legislación definida y en vigor, aunque a veces sufran una sacudida que dé al traste con su estabilidad. Y están las fronteras, los límites entre esos países, en donde todo adquiere una relativización producto de la cercanía con lo otro, de la hoja de papel con su envés, del espejo con su azogue. En la literatura, muchos de los experimentos más interesantes son los resultados de acercarse a esas líneas imaginarias, subrayadas a veces durante un tramo por un río, un accidente montañoso, una ensenada, y que muchas veces resultan indiscernibles campo a través. Sus autores, sobre el terreno, no se supeditan a lo que digan los mapas trazados por otros, y hacen permeables las divisiones, y cruzan de acá para allá, y de allá para acá. Inventan esas comarcas limítrofes y crean el ámbito de su propio país escribiendo su bandera, una bandera mestiza que lo mismo flamea sobre un género que sobre otro, movida por el asta agitadora de un viento que se despierta a sí mismo dirigiendo una orquesta de matices, tonos, virajes imprevistos.

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